sábado, 26 de julio de 2008

Muerte sin fin, de José Gorostiza


La primera vez que supe algo sobre Muerte sin fin fue en palabras de Octavio Paz. Hablaba del poema en términos de silencio, de “minuto enardecido hasta la incandescencia” (hasta varios años después repararía en que la frase pertenece al mismo poema), de luz que encuentra su forma sin derramarse. La lectura de Paz me entusiasmó y me prometí a mí mismo que leería Muerte sin fin lo más pronto posible. Sin embargo, pasaron varios años antes de que, casi accidentalmente, me encontrara con la obra en los estantes de una librería. Me sonaba conocida pero no recordaba por qué. La portada no decía gran cosa: la imagen de tres clavos (el primero más alto que los otros dos) hundidos ligeramente en un pedazo de madera que, debido al arreglo de la fotografía, era también un horizonte. El matiz violeta de la parte superior de la portada (que jugaba el rol de cielo en la composición gráfica) evocaba un cierto misticismo. Y el título, esa frase simple y aterradora al mismo tiempo, estaba dispuesta con la continuidad de su propio sentido: repetitiva, incansable, resaltada una sola vez en la parte central del libro, como si fuera algo que sólo una vez en la vida produce significado. Lo compré, por supuesto. Estaba decidido a leerlo apenas desembarcara en mi casa. Pero nuevamente la casualidad se atravesó: el libro durmió en medio de Bakakaï, de Witold Gombrowicz, y de El peso falso, de Joseph Roth, durante varios meses, un poco olvidado acaso, latente en el librero sin embargo.
Una laxa tarde de verano, un sábado, si no mal recuerdo, el fastidio me había dejado la mente lisa, como una página en blanco. No tenía ganas de leer nada, pero no quería desaprovechar el tiempo sin leer algo. Hurté el volumen del mueble y, como siempre hago con los libros de poesía, me dirigí al WC. Sé que la lectura en el baño no es nada nuevo, muchos han hablado de la prodigiosa tranquilidad con que uno puede recorrer los artículos del periódico, de una revista, o los capítulos de una novela mientras se está sentado en el retrete. No obstante, no recuerdo que alguien haya hablado alguna vez de la estupenda sonoridad del baño, incitante para leer en voz alta. Eso fue lo que hice. Y en cuanto recorrí mano a mano, con los ojos y la voz, las primeras palabras del Epodo, supe que esa lectura sería una experiencia inolvidable. No terminé el libro en el baño: el adormecimiento de mis piernas me obligó a levantarme del inodoro y a dirigirme, en medio de cosquilleos insufribles, al sillón de mi recámara. Las páginas transcurrían lenta aunque febrilmente: paladeaba las frases, disfrutaba las metáforas, me asombraba de la musicalidad. Para cuando terminé el libro, una luna menguante trazaba hilos oblicuos desde el oriente. Miré el reloj y esa acción me pareció irreal. No recuerdo la posición exacta de las manecillas, pero sé que pasaba de la media noche. En mi cabeza había una polvareda de imágenes: destellos de agua, de alma, vasos contenedores que daban forma a esa agua, vasos que también eran Dios. Me recosté para dormir. Fue inútil. En aquella oscuridad bullente, los párpados se negaban a cerrarse. Encendí la luz. Junto a mi cama estaba el libro y me pareció que latía como un dolor de sienes. Volví a comenzarlo… En el momento en que entonaba (había decidido que con ritmo de bolero después de ensayar otros tantos) el último par de versos del poema:

¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!

por la ventana ya se distinguía un color de cenizas.
Amanecía.
Nunca había recorrido del crepúsculo a la noche y nuevamente al crepúsculo con un libro. Nunca ha vuelto a pasarme. He regresado al poema de Gorostiza varias veces después, ya no con el vértigo de aquella noche, pero sí con el afán de hurgar en su lenguaje, en su contexto, de buscar una senda entre las muchas que ofrece y adentrarme en ella.
He aquí un intento.


Cartografía del poeta

Es casi el mediodía del siglo XX, 1939 si nos queremos situar con más exactitud. La única referencia concretamente poética de José Gorostiza Alcalá es aquel lejano acontecimiento titulado: Canciones para cantar en las barcas, de 1925. Catorce años de distancia entre uno y otro libro, en los cuales escribió apenas un puñado de sonetos y alguna otra composición solitaria. ¿Falta de tiempo para dedicar a la celosa, devoradora flama de la poesía? Probablemente: su carrera diplomática exige una atención irrevocable. Sin embargo, la extraña continuidad de su obra, a pesar de los catorce años de silencio casi absoluto, sugiere también un proceso de gestación poética exento de los afanes del remiendo, tan en boga entre los muchos amantes de la forma (de los cuales el propio Gorostiza toma parte). El poema parece florecer en su interior; la búsqueda de las imágenes justas es un lance individual, sigiloso, paralelo a la vida descubierta en el día a día. Después, sólo resta coger la pluma y traducirlo en signos. Paz sugiere que es un observador atento de las infrecuentes visitas de la verdadera inspiración: “Muerte sin fin es el fruto de catorce años de silencio y unas cuantas noches de fiebre”.
Allí está la obsesión, un ser anómalo de cuatro rostros: vida, amor, muerte, Dios. El orden no importa. Mas es necesario saber la manera exacta para verterlo en palabras.
No hacía mucho, a finales del siglo XIX en Latinoamérica, los Modernistas se habían preocupado por redescubrir el lenguaje, por recuperarlo del moho en que había sido abandonado por la tradición española desde hacía siglos, por desenmarañarlo del lugar común. Para ello fue necesario mirar hacia otras latitudes literarias en el mundo, anegarse en otras culturas. El resultado fue deslumbrante: algunos poetas consiguieron llevarlo a regiones insospechadas, más allá de los límites supuestos por la vetusta usanza métrica y fonética. Y quizá habían exagerado. O al menos ése era el sentir de los Contemporáneos, otro grupo de poetas, imposible de concebir sin los Modernistas, y no obstante críticos hacia los “excesos cometidos” por ellos.
¿Y cuales eran esos “excesos”?, según Xavier Villaurrutia, en su ensayo titulado: “La poesía moderna en lengua española”, citado por Juan Gelpí , era su

[…] más íntima relación con los virtuosos de la música que con los músicos verdaderos. Y por su afán retórico y superficial, monótono en su variedad, provinciano en su exotismo, que no en balde está presidido por las fiestas galantes de Paul Verlaine, y aun por su artificioso encanto, da la impresión de un carnaval incesante.

Gorostiza simplemente desdeña esa “orgía de musicalidad” de los Modernistas. Pero en el otro extremo, también se mantiene apartado del “rigor” Valeryano (entendido como el exterminio de la emoción y el sentimiento), propagado por Jorge Cuesta como una ley sagrada que habría de gobernar entre los Contemporáneos. José Gorostiza se mueve, entonces, entre ambos estilos, crea uno nuevo en donde el razonamiento y la emoción tienen la misma cara, donde la sonoridad no se confunde con el virtuosismo, donde el rigor y lo indefinido se entrelazan en una cruzada sin vencedor. Fisura el lenguaje. Lo reconstruye desde sus ruinas. Lo niega mientras lo aclara.
Entramos al laberinto. Es hora de andar.


El agua encuentra su forma en el vaso

¿Cuál podría ser la idea más aproximada de nuestra esencia de seres humanos? ¿Cómo representar lo ilimitado, lo informe, aquello que cambia a base de manar sin descanso? Heráclito encontró una forma hace más de 2500 años que aun ahora nos sigue pareciendo portentosamente exacta: el río; es decir, el tiempo, la duración. Se considera que el agua está viva sólo cuando corre; el agua estancada es agua muerta, podrida. Y si, atendiendo a Bergson , suponemos que el tiempo es movimiento, regresaremos al punto de partida: agua que fluye: movimiento, tiempo, vida. No hay manera de dar muerte a lo que fluye eternamente, a menos que se le contenga, que se le inmovilice en su discurrir. Y ahí tenemos el vaso, que habrá de darle forma al agua, a la sustancia, y en ese transcurrir de vaso y agua, en ese tiempo, surgirá la conciencia. El vaso es transparente: mira el agua que contiene y se mira a sí mismo como vaso. Es Dios, se mira en nosotros y sólo vive por ese acto: existe en cuanto existe la humanidad y, como la eternidad también es repetición, en cada individuo habrá de padecer los mismos accidentes, las mismas pasiones, las mismas muertes, por siempre:

[…] hasta que –hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros–
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte […]

Empero, la conciencia será el lugar en donde habrán de confluir el Creador y la criatura, porque ambos son conciencia mutua, inteligencia en continua combustión: “páramo de espejos”. La inteligencia, esa “soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo” acaso será discordia y temor entre ambos, y ninguno cederá sino hasta que sea el momento de hacerlo; es decir, cuando llegue el fin. No es suficiente con la muerte infinitamente repetitiva de Dios. Cada individuo vivirá su propia muerte. Se asomará al abismo del espejo del vaso, a los reflejos indiscernibles del agua, anhelando encontrar la mirada que nos mira, la conciencia del retorno al punto de origen. Se sabrá Dios en la medida de la conciencia y de su propia finitud: se sabrá forma, pero sólo a condición de que exista el vaso. Por ende, el destino de la forma es la muerte, no se cumple en sí misma y se enturbia, se pudre el agua, debe regresar al cauce, a Dios, a la vida de la muerte.
Asegura Evodio Escalante que:

El poema de Gorostiza quiere devorar el infinito –derrotar a la muerte. Es a la vez exaltación lírica de la luz y gemido agobiado de la criatura, monólogo de la inteligencia y epopeya de la imaginación, escenificación de la condición “caída” del hombre y supremo intento de reconciliarlo con la esfera suprasensible. Su contextura silogística no excluye pasajes narrativos que llegan a colindar con el relato maravilloso. Pero es ante todo un poema que busca remontarse hasta Dios, y de anular con ello el calvario de la conciencia instalada en la finitud.

La Caída, un tópico de la humanidad desde tiempos bíblicos, y el deseo siempre inconcluso de su reivindicación, del retorno al paraíso. En la primera parte del poema, la sustancia busca la forma; en la segunda, la forma sabe que habrá de regresar a la sustancia. Con otro nombre, pero la obsesión que apuntábamos en un principio sigue allí: un ser anómalo de cuatro rostros: vida, amor, muerte, Dios. El orden no importa.
Pero además está la imagen precisa, la palabra escrupulosa: no basta con haber fatigado la obsesión, con haberla examinado desde todos los ángulos posibles para finalmente trazarla de memoria. El lenguaje del poema es también su esencia; no hay casualidad en el encadenamiento de los vocablos: el ritmo coincide con la galería de las imágenes, y éstas, a su vez, con el sentido de cada frase. Un ejemplo:

Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.
Sabe a luz, a luz fría
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!


Un hilo tan sólo, perdido entre el tejido total del poema: el agua es la sustancia, esencia de la criatura, y si no luce a nada, es porque la criatura misma (un vaso de agua) es casi invisible cuando se la relaciona con el eterno fluir. Sin embargo, si “sabe a luz, a luz fría” es porque la luz es la esencia de esa misma sustancia, y la luz fría nos evoca a la nostalgia del origen, el estado espiritual antes de la “caída”. Es posible que así sea, es posible que no; y por lo mismo, el poema se resiste a la total aprehensión; como el agua, tiene la facultad del devenir, de transfigurarse con cada lectura, de reinventar su significación en el momento en que alguien se lanza entre su bosque de palabras. Modificamos ligeramente a Heráclito: nunca nos bañaremos en el mismo poema.


El poema encuentra su forma en el ritmo

Dice Rubín , cuando habla de la forma y la sustancia del poema:

La ambición de Gorostiza es combinar el contenido de ideas con una forma perfecta realizadora. Por lo tanto, aunque trabaja cuidadosamente la simetría de la construcción externa total, no deja de ejercer la libertad más completa en cuanto a la métrica y el vocabulario de los versos individuales.

Es decir, el poema no está constreñido a medidas limitantes ni a rigores que deban suprimir la emoción; sigue el ritmo del pensamiento y utiliza versos desde tres hasta once sílabas, dependiendo del sentido que acompañe al ritmo. Ya se sabe, a mayor febrilidad, más interacción suele haber entre frases cortas, medianas y largas:

Ni le basta tener sólo reflejos
–briznas de espuma
para el ala de luz que en ella anida;
quiere, además, un tálamo de sombra,
un ojo,
para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano […]

Unidad formada en dos partes: ida y vuelta, eterno retorno, círculo en que todo muere y todo renace.


* * *

Definitivamente no es posible leer Muerte sin fin, con la idea de que se pueden abarcar sus múltiples significados (algunos de ellos quizá contradictorios) de una sola ojeada. El poema es casi palimpséstico: allí donde uno creía haber desentrañado la totalidad de sentidos de una frase o párrafo, surge de pronto “algo” que cuenta con las facciones de la novedad. Y no queda más que sorprenderse por la ceguera inconsciente y se regresa a examinarlo letra por letra; un recorrido con lupa. Es inútil. La esencia misma de la poesía impide una apropiación definitiva. Con Muerte sin fin ocurre lo mismo. Cada lectura nos aproximará a una interpretación distinta, que estará acorde con nuestros diversos estados de ánimo, con nuestro transcurrir en la vida. Algunas veces parecerá que el poema nos está respondiendo una pregunta que siempre nos habíamos hecho; algunas otras, dará la impresión de ser justamente esa pregunta.
En fin, habrá que acostumbrarse.

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Bibliografía:

José Gorostiza, Muerte sin Fin, Random House Mondadori, Barcelona, 2002.

Octavio Paz, Las peras del olmo, Seix Barral, México, 1984.

Juan Gelpí. Enunciación y dependencia en José Gorostiza: estudio de una máscara poética, UNAM, Coordinación de Humanidades, México, 1984.

Henry Bergson. Introducción a la metafísica. La risa. Editorial Porrúa, S.A. México, 1996.

Evodio Escalante. José Gorostiza: entre la redención y la catastrofe. Ediciones Casa Juan Pablos. Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, Instituto Municipal del Arte y la Cultura de Durango, UNAM. México, 2001.

Mordecai S. Rubín. Una poética moderna: Muerte sin fin de José Gorostiza, análisis y comentario, UNAM, México, 1966.

Humberto González Galván. Poética Mortis, conversación hermenéutico-filosófica con Muerte sin fin de José Gorostiza. Universidad de Baja California Sur. Plaza y Valdés Editores. México, 2004.