martes, 2 de diciembre de 2008

La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa



Héroes y traidores


¿Cuál es la delgada línea que separa al héroe del traidor? ¿Se necesitan acaso testigos para que dichos términos adquieran alguna validez? O bien, ¿es la heroicidad un accidente, cuando lo que en realidad se busca es la reivindicación del humillado?
Pero veamos la situación que propone Mario Vargas Llosa: El Cava, después de perder en una partida de cartas con un grupo de cadetes del Colegio Leoncio Prado, es obligado a robar el examen bimestral de química de quinto año, práctica que, a lo que se ve, resulta ser bastante común entre los alumnos del internado. Consigue tener éxito, pero también comete un error que se irá convirtiendo poco a poco en una bomba de tiempo, la cual desencadenará, uno tras otro, los hechos que conforman el esqueleto de la novela: la detención indefinida de todos los cadetes hasta que el culpable aparezca, la desesperación del Esclavo ante lo que considera una injusticia (desesperación además acrecentada por la probabilidad de concretar sus amoríos con Teresa), y la posterior delación de éste contra el culpable, la cual traerá como consecuencia la expulsión deshonrosa del Cava, así como la propia muerte del Esclavo a manos del Jaguar.
No obstante el escenario, Mario Vargas Llosa no se detiene en juicios morales o superficiales de los personajes, simplemente se contenta con mostrar con lujo de detalles el interior de los pensamientos de cada uno, los motores que impulsan sus movimientos, las contradicciones de que son víctimas cuando enfrentan situaciones que desbordan los diques de su control; en fin, los hace hablar por sí mismos. Y si bien es cierto que la novela navega en su mayor parte dentro de ese microcosmos que representa el Colegio Leoncio Prado, también lo es que existe el mundo exterior, la ciudad, ese lugar donde la vida que alguna vez tuvieron continúa su marcha cotidiana, aunque de una manera que pareciera adormecida, como si estuviera esperando su inminente retorno para volver a su ritmo normal.
Se sabe, o por lo menos existe una vaga idea, del tipo de vida que el autor nos describe en la novela: cientos de adolescentes encerrados durante todos los días hábiles de la semana, esperando ansiosos la llegada de los sábados para regresar a la desconcertante vida del “mundo exterior”, y por la tarde de los domingos, el regreso renovado al encierro hostil, donde es necesario acatar las severas normas de disciplina que harán de estos jóvenes con caracteres todavía en ciernes, los futuros “hombres de principios” que habrán de servir a su sociedad y a su nación en el día de mañana. Y aunque las leyendas que se pasan de mano en mano acerca de aquella vida suelen ser pródigas en detalles escalofriantes y a veces exagerados, en La ciudad y los perros, el autor, por boca del Poeta, nos sitúa rápidamente en medio de la crudeza de esa existencia:

[…] Pero aquí eres militar aunque no quieras. Y lo que importa en el ejercito es ser bien macho, tener unos huevos de acero, ¿comprendes? O comes o te comen, no hay más remedio. A mi no me gusta que me coman.

Uno se da cuenta enseguida que se halla en medio de una galería de espejos, donde la única imagen que se proyecta, desde lo relativamente grande hasta lo relativamente pequeño, es la visión de las jerarquías: todos tienen encima la sombra de un superior a quien obedecer, o el panorama, un poco más alentador, de aquellos de rango más bajo en quienes se puede mandar.
Todos, excepto el Esclavo, ser de talante pacífico y pusilánime, dispuesto a sufrir las más abyectas humillaciones con tal de evitarse el fastidio de las peleas. Y es que un tipo con esa disposición natural hacia la mansedumbre no podía haber entrado a una escuela militarizada por su propio pie, todo debía ser a consecuencia de un agente externo, como lo confiesa con cierta angustia su propio padre cuando habla con el Poeta después del desgraciado suceso: ”[…] yo tengo mi conciencia tranquila. Lo metí aquí para hacer de él un ser fuerte, un hombre de provecho”. Sin embargo, es claro que nunca logrará encajar en ese mundo de poder, ni siquiera está interesado en hacerlo, prefiere enfocarse en las ilusiones fútiles de su amor por Teresa, y para ello hace partícipe al que, de una manera contradictoria, resultará ser su único amigo: Alberto Fernández, el Poeta.
Y es este “amigo” precisamente, quien jugará un doble papel en la vida (y muerte) del Esclavo, pues por un lado traicionará su confianza al enamorar a Teresa (más como un ejercicio de frío cálculo, incitado por su ego, que por un verdadero deslumbramiento pasional), mientras que por el otro, intentará vengar su memoria al delatar al culpable, rompiendo así los códigos no escritos que rigen entre los cadetes.
Pero, ¿de dónde surge el deseo del Esclavo de traicionar al serrano Cava? Definitivamente no es una acción que haya podido premeditar: ha estado consignado, sin salir del Colegio desde hace varias semanas (gracias a las continuas “bromas” que le han gastado algunos cadetes) y sus fuerzas llegan al límite más extremo cuando todos son castigados indefinidamente, debido al robo del examen de química. Necesita ver a Teresa, y está decidido a hacer lo que sea necesario para lograrlo: él sabe quién robó el examen, sabe que esa información le puede proporcionar lo que tanto anhela, y sabe también que siempre será un extraño en el grupo, sin nadie en quien confiar, en una de esas, ni siquiera en el propio Poeta.
A nadie causa gracia la traición inesperada, mucho menos al Jaguar, el más apegado a esos códigos tácitos, y creador también del “círculo”, una sociedad formada en un principio por los “perros” para defenderse mutuamente de los abusos de los cadetes de más alto rango. Aunque después de que el teniente Gamboa descubriera la sociedad, disolviéndola en el acto, el “círculo” quedara reducido a sólo cuatro miembros: el Rulos, el Boa, el Jaguar y el Cava. Quizá por ello, el Jaguar haya sentido la traición como una afrenta personal, una violación cobarde a sus creencias, y lo peor, perpetrada por el más cobarde de los cobardes… Violento, agresivo, pero con un concepto inflexible en cuanto al honor se refiere, al final el Jaguar se dará cuenta de la naturaleza pacífica del Esclavo, se dará cuenta de dónde se encontraba la verdadera traición, y de aquella otra, más emparentada quizá con la venganza, la del Poeta:

[…] Él quería vengar al Esclavo. Es un soplón y eso siempre da pena en un hombre, pero era por vengar a un amigo […] ahora comprendo mejor al Esclavo. Para él no éramos sus compañeros, sino sus enemigos […] Yo quería vengar a la sección, ¿cómo podía saber que los otros eran peores que él, mi teniente? […]

Y el Jaguar, destacado siempre por su indómita valentía, ¿no mató al Esclavo de la manera más cobarde posible, en un ejercicio de prácticas, con un arma, por la espalda? Salimos del cuarto de espejos de las jerarquías para entrar en el de la cobardía y la heroicidad, más difíciles aún de diferenciar, porque además de todo, el Jaguar consigue salir indemne (muy a su pesar es cierto, pues el va con la intención de entregarse) de esa situación. Entonces, ¿dónde está ese límite? ¿Quién lo define? Parecen conceptos gemelos que se intercambian sin que nadie se dé cuenta, se confunden, engañan a quien cree que los tiene perfectamente apresados.
Significativamente, estos tres personajes confluyen en un mismo punto: el amor de Teresa. Ya lo hemos visto, el Esclavo sueña con ella, pero nunca la consigue; el Poeta la consigue, pero sólo como un juguete de su ego; y finalmente, el Jaguar, quien a lo largo de toda la historia va relatando (a la par de su breve carrera criminal) la maduración de su amor por ella, esos mínimos detalles que la hacen especial a sus ojos, hasta que, por fin, consigue hacerla su esposa.
Ahora bien, la estructura de la novela resulta un poco compleja en un principio, debido a la fragmentación técnica empleada por el autor, muy influenciado quizá por Faulkner: hay una mezcla entre un narrador omnisciente en tercera persona y, poco a poco, sin que el lector se percate apenas de ello, se narra también en primera persona. Existe una linealidad argumental que transcurre cronológicamente, obstruida, no obstante, por los constantes recuerdos del Poeta y el Jaguar. Es cierto, el resultado final, a pesar de la mencionada fragmentación, es una obra redonda por donde se le mire, es un universo cerrado en donde se logra “sintetizar lo real” y “resumir la vida” de ese microcosmos.