viernes, 4 de marzo de 2011

El mal del ímpetu, de Iván Alexándrovich Goncharov


Hasta hace relativamente poco, Iván Alexándrovich Goncharov era conocido solamente por Oblómov (1859), novela que para algunos resultaba superior al escritor que la había creado. Sin embargo, con El mal del ímpetu (1838), Goncharov demostró que la obsesión por la abulia, que explorara tan minuciosamente en Oblómov, tenía una contraparte previa, desconocida por muchos, en la que vamos tras los frenéticos pasos de los Zúrov, una familia, incluida la octogenaria abuela, que durante el invierno suele abrir las puertas de su finca para dar veladas llenas de refinamiento y cultura, con bailes, música y conversaciones literarias para saciar al más exigente; y que sin embargo, no logra permanecer sosegada durante los meses de primavera y verano, y entonces se ponen a dar paseos campestres sin importar que terribles aguaceros se desencadenen minutos antes de salir, o que la oscuridad de las noches apenas les permita vislumbrar los propios pasos, todo con tal de adentrarse en la espesura de los bosques, conquistar las empinadísimas cimas de algunas montañas, o para observar las aguas, a veces estremecidas, a veces lisas como enormes espejos, de los ríos y lagos que encuentren en su camino.

El narrador es un amigo de los Zúrov que se lamenta del fatal destino que tuvieron gracias a su enfermedad, lo cual los llevó incluso a América, donde “la naturaleza era más interesante, el aire tenía un aroma mucho más intenso, las montañas eran más altas, había menos polvo, etcétera” e incluso da una descripción de los síntomas que presentan en cuanto se sienten los primeros días de la primavera: ojos febriles y escurridizos, bostezos constantes, melancólicos, una alegría salvaje e inexorable que los arrastraba a todos a la conquista de la distancia, las alturas o las profundidades.

Debido a que sólo los había conocido durante las veladas invernales, en las que daban la impresión de ser una familia normal, cuando el terrateniente Nikon Ustínovich Tiazhelenko, amante de la comida y la pereza, le cuenta la enfermedad de los Zúrov, no podía dar crédito a lo que oía, en especial por venir el diagnóstico de semejante apático. Así, le tocará experimentar en carne propia algunos de los frenéticos paseos a los que lo invitan los Zúrov, y de esa forma se percatará de que con semejante estilo de vida sólo lograrán adelantar su muerte o su locura, tal como en efecto sucede.

A la distancia de los años, El mal del ímpetu resulta una pieza sumamente curiosa y divertida, incluso sin tomar en cuenta la intención inicial de satirizar ciertos comportamientos de la aristocracia rusa del siglo XIX, llevándolos a una ponderación muy cercana a la caricatura. Sin embargo, resultan notables los inesperados tropos nacidos de ciertos giros lingüísticos, el tono que, pese a ser totalmente socarrón, denota también una sutil melancolía, y por supuesto, el hecho de que de inmediato asoma la obsesión de Goncharov por la incesante batalla (casi diría proverbial) entre la abulia y la impetuosidad.