miércoles, 14 de noviembre de 2012

Vida y época de Michael K, de J. M. Coetzee

La vida de Michael K está marcada desde el principio por el infortunio: nace con labio leporino, lo cual le otorgará un aspecto poco agradable para los demás y lo arrumbará en los terrenos de la timidez y la soledad; desde muy pequeño aprende a vivir en la miseria y a callar en todos los lugares en los que trabaja su madre, casi siempre como empleada doméstica, y no logra aprender más que el oficio de jardinero, que ejercerá durante algunos años sin ningún contratiempo. Con el paso del tiempo, su madre encuentra la estabilidad trabajando para una familia, hasta que cae enferma y él, ya con treinta años cumplidos, decide ayudarla a cumplir su deseo de regresar a Prince Albert, su tierra natal. Sin embargo, en el camino su madre empeora y poco después muere en un hospital. Pero entonces Michael decide llevar las cenizas de su madre a su lugar de nacimiento, aunque para ello sea necesario atravesar la guerra civil que se desarrolla en Sudáfrica tratando de no ser advertido, como una sombra, y convertirse poco a poco, tanto literal como metafóricamente, en un vegetal.

Y es que en esa acción hay algo de simbólico: cuando al fin llega a la granja en la que cree que su madre vivió y creció, intenta cazar una cabra salvaje para no morir de hambre. Pero la brutal y torpe acción que culmina en la muerte del animal le causa tal repugnancia, que pareciera que a partir de ese momento buscará una comunión directa con la vida natural: se apropia de un huerto abandonado en donde siembra calabazas, lo cual será como una especie de alianza entre el acto de trabajar la tierra y su cada vez más fuerte inclinación a convertirse él mismo en un vegetal, y cavará también una guarida un poco bajo la tierra para enterrarse, lo mismo que una semilla, dando rienda suelta a su afición a dormir durante el día buscando escapar del contacto humano, y sólo emergerá durante las noches, disfrutando plenamente de su soledad.

Un desertor del ejército, que resulta ser el nieto de la familia para la cual la madre de Michael trabajaba perturbará su soledad en el huerto de la granja. Y al notar éste que busca convertirlo en su criado, huye nuevamente hacia la espesura, cada vez comiendo menos. Pero los caminos están llenos de soldados que controlan el ir y venir de la gente que huye de la violencia, y entonces lo llevarán a campamentos en donde será obligado a trabajar por una comida que ni siquiera desea, ya que su cuerpo es incapaz de retenerla, y a hacer ejercicios para "mantener" óptima su salud. Así Michael se muestra como un hombre incapaz de desobedecer lo que le mandan las autoridades hasta que cae desfallecido por no estar hecho para los esfuerzos físicos. Y aunque va allí sin protestar y hace todo lo que se le pide con total mansedumbre, e incluso logra llamar la atención de un médico que lo compadece contra su propia voluntad, aunque nunca llega a entender el motor que lo impulsa hacia el silencio, la inanición y la soledad, a leguas se nota que sólo podrá estar tranquilo cuando consiga alejarse lo más posible de los seres humanos, aun cuando eso signifique regresar a la miseria y a una lenta e inevitable muerte por inanición.

Sería difícil hablar de Vida y época de Michael K (The Life and Times of Michael K, 1983) sin caer en patéticos lugares comunes acerca del dolor, de la vida desgraciada que agobia a ciertas personas, en especial si están hundidas en la miseria y tienen problemas físicos que los hacen lucir poco menos que monstruosos. Más allá de eso, lo que más me llamó la atención de la novela de Coetzee es el parentesco que tiene con algunas leyendas de tono más bien místico: un hombre que –un poco por apatía, un poco por estar más interesado en su mundo interior, un poco como consecuencia del luto y del posterior éxodo– decide volverse totalmente ajeno a los placeres del cuerpo y a las necesidades más comunes de la sociedad, y que, mediante esa decisión, consigue una significativa cercanía con la vida de un santo o un anacoreta, esos que, según algunos mitos semitas, podrían sostener el mundo merced a su vida ascética sin siquiera sospecharlo.